1. Empecemos aclarando que ni Trump es Trump ni Biden es Biden. Frente
a las dinámicas habituales en los gobiernos europeos, el gobierno
estadounidense es un entramado complejísimo en el que mucho más fuerza que el
Presidente tienen los grupos de interés que dan instrucciones a los distintos
responsables de agencias y departamentos. Agencias y departamentos que
boicotean sistemáticamente las instrucciones del Presidente cuando son
claramente dañinas para los intereses de esos poderes fácticos. De ahí que los
cambios que un Presidente norteamericano puede hacer efectivos por sí mismo son
limitados.
2. Por esto, más que la ideología, valores y personalidad del
Presidente, hay que tener en cuenta qué grupos de interés le apoyan y,
previsiblemente, van a condicionar su presidencia en caso de ser elegido.
3. Biden es, en este sentido, el caso más claro. Su dependencia de la
oligarquía financiera es evidente. Tanto él como Kamala Harris se incluyen
dentro del círculo de influencia directa de la élite oligárquica globalista, la
élite impulsora del posmodernismo, el neoliberalismo y el globalismo. La misma élite
de la que depende el conjunto de nuestra clase política y la generalidad de la
clase política europea. Ésta es la razón de las permanentes alabanzas a los
candidatos demócratas y la constante demonización del trumpismo de nuestros
medios de comunicación y responsables políticos.
4. Los grupos de interés que apoyan a Trump son algo más complejo. Sabemos
que detrás de él existen al menos tres grupos de interés:
a)
Un sector industrial nacionalista
y antiglobalista
b)
Un sector financiero cercano a las
posiciones sionistas
c)
Un sector “antioligárquico” de los
servicios de inteligencia y del Ejército.
5. La gran incógnita de Trump es cuál de estos grupos tiene realmente
más peso en el propio presidente y va a tenerlo a partir de ahora si Trump
renueva su mandato. Hasta ahora, Trump ha coexistido con estos grupos de interés
en un equilibrio aparentemente difícil y complicado.
6. Por todo ello, es fundamental atenerse a los hechos. Y aquí, sin
ninguna duda, Trump gana. Sobre todo porque lo más importante para el mundo en
este momento –ante una potencia hegemónica en declive acelerado- es una
Presidencia de Estados Unidos que minimice las guerras y los crímenes de
guerra. Frente a los anteriores presidentes, Trump es el primero que no invade
ningún país ni inicia ninguna guerra. Aunque “nuestros progresistas” parecen
entender que ningún presidente puede ser progresista sin asesinar a un mínimo
de 500.000 musulmanes.
7. Si los candidatos demócratas hacen más apelación a “medidas
sociales”, lo cierto es que nada significan todas esas promesas frente a la
constante complicidad de los demócratas –y de los republicanos tradicionales-
con respecto a las políticas de deslocalización masiva que han hundido la
capacidad industrial norteamericana. La élite globalista a la que obedecen los
demócratas ha destruido quizás definitivamente la industria, la economía y la
sociedad occidental en su conjunto –también la nuestra- y es la responsable
directa de que Occidente esté perdiendo aceleradamente el tren de la historia.
8. Por último, junto a los hechos, la personalidad e ideología y los
grupos de interés que apoyan a cada candidato, la realidad nos está demostrando
la importancia del factor corrupción a efectos de prever el comportamiento de
un presidente norteamericano. El affaire Dutroux en Europa, el affaire Epstein
o el reciente estallido del affaire Hunter Biden, nos demuestran hasta qué punto
está profundamente corrompida la élite occidental y hasta qué punto la corrupción
económica o sexual y el chantaje pueden condicionar o distorsionar las políticas
efectivamente aplicadas por los políticos de Europa y de Estados Unidos. También
por los nuestros.